Con la frente marchita


Nunca creí que llegara a sentir aquello que tantas veces escuché en mi infancia, en mi juventud. Nunca creí que las tristes historias de quienes en los años sesenta cogieron su maleta repleta de miedo, rabia, desencanto y resignación para poner fin a la hambruna que desde una década antes asolaba las casas de esta tierra, podrían repetirse una vez más. Y mucho menos, que tuviera que escuchar el lamento acompasado, casi febril, del que se ve obligado a dejar su casa, su familia, sus amigos y su tierra. En un mes, cuatro pequeñas partes de mi corazón (amigos, casi familia) han decidido poner rumbo a otros países en busca de trabajo para poder vivir. No para prosperar profesionalmente. No para mejorar el idioma. Mucho menos para cambiar de aires y conocer otros lugares, otras culturas, ávidos de experiencias enriquecedoras antes de asentar su devenir en la tierra que les vio nacer. Se van a ir para poder vivir, para poder comer, para poner crear una familia o para sustentar a sus hijos.

  Y no hay nada más triste que ser expulsado de tu tierra contra tu voluntad, sin saber siquiera si tu destino será acertado, si encontrarás lo que aquí te niegan los lameculos profesionales e indignos de la política patria, mientras aflojan cada día un punto más de su cinturón porque van a reventar henchidos de soberbia y miseria moral. ¡Qué razón lleva mi querido amigo Jose, cuando afirma que se acabó la clase media, que ya han vuelto a ponernos en nuestro sitio para mantener su opulencia! Fuimos clase media mientras servimos a los poderosos. Ahora hibernan mientras volvemos a nuestra miseria, para después volver a florecer en la usura.

Sé que son muchos más, que cada día cientos de españoles toman la decisión de abandonar su hogar. Pero a mí me duelen estos cuatro. A vosotros os dolerán otros. Y finalmente, no seremos (otra vez), más que un pueblo dolido de ausentes, un país de ausencias y tristezas. Quieres gritar, armar tu rabia con cañones, obuses y misiles, pero hay días, meses, años, décadas, en que la tristeza y la pena no te dejan batallar. Nunca hubo un David que abatiera a Goliath. Marcharán pues, soñando cada noche con el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando su retorno. Y tú serás el siguiente y yo seré el próximo. Y tal vez volvamos, pero con la frente marchita y  las nieves del tiempo plateando la sien.

Sólo a veces, cuando la tristeza desdibuja el presente, no ha lugar para la lucha, para la rebeldía, para la contestación. Sólo para el llanto. Pero sólo a veces.

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